RINCONES DE ALCAINE (10). La entrada al pueblo.
La entrada al pueblo es un magnífico adelanto de lo que nos espera
A medida que el visitante va agotando la carretera TE-V-1145 que muere en Alcaine, se va dando cuenta de que el pueblo permanece oculto casi hasta el último instante. Y es que, hasta pasado el desvío que lleva al río -reconocible por los garajes construidos en las afueras del casco urbano- casi en la última curva, no se consigue ver el objetivo del viaje. Si el último tramo del trayecto ha estado jalonado por un bello paisaje agreste y rocoso, con profundas hoces y cortados pegados a la carretera, la visión de parte del conjunto urbano -con la enhiesta torre de la iglesia como eje central del caserío de Alcaine- sorprende por el maravilloso entorno natural que lo rodea. En la misma entrada, aparcado el vehículo en la explanada habilitada, conviene detenerse un rato para observar todo el conjunto. Una caseta y paneles informativos detallan posibles rutas a realizar y los puntos de interés de la población y alrededores. Desde el estupendo mirador de la entrada se puede observar el singular trazado de las calles del pueblo, arracimadas, adaptándose a los desniveles de la montaña sobre la que se asienta. Se observa que, aunque en posición elevada sobre el valle, rodeado de las hoces de los ríos Radón y Martín, el pueblo está circundado de montañas más altas que parecen querer esconderlo, protegerlo. A la iglesia del siglo XVIII se suma la visión de varios torreones medievales -baluartes defensivos- y, entre la vaguada, aparece la cola y el tamarizal del pantano de Cueva Foradada. Así pues, desde esa atalaya, en la misma entrada del pueblo, tenemos un compendio de encantos que son el mejor prólogo de lo que nos espera en la visita al pueblo.
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